jueves, 21 de octubre de 2010

Las babas del diablo. Julio Cortázar (1914-1984)

Julio Cortázar
(1914-1984)


Las babas del diablo
(Las armas secretas, 1959)


Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos.
Puestos a contar, si se pudiera ir a beber un bock por ahí y que la máquina siguiera sola (porque escribo a máquina), sería la perfección. Y no es un modo de decir. La perfección, sí, porque aquí el agujero que hay que contar es también una máquina (de otra especie, una Cóntax 1.1.2) y a lo mejor puede ser que una máquina sepa más de otra máquina que yo, tú, ella —la mujer rubia— y las nubes. Pero de tonto sólo tengo la suerte, y sé que si me voy, esta Rémington se quedará petrificada sobre la mesa con ese aire de doblemente quietas que tienen las cosas movibles cuando no se mueven. Entonces tengo que escribir. Uno de todos nosotros tiene que escribir, si es que esto va a ser contado. Mejor que sea yo que estoy muerto, que estoy menos comprometido que el resto; yo que no veo más que las nubes y puedo pensar sin distraerme, escribir sin distraerme (ahí pasa otra, con un borde gris) y acordarme sin distraerme, yo que estoy muerto (y vivo, no se trata de engañar a nadie, ya se verá cuando llegue el momento, porque de alguna manera tengo que arrancar y he empezado por esta punta, la de atrás, la del comienzo, que al fin y al cabo es la mejor de las puntas cuando se quiere contar algo).
De repente me pregunto por qué tengo que contar esto, pero si uno empezara a preguntarse por qué hace todo lo que hace, si uno se preguntara solamente por qué acepta una invitación a cenar (ahora pasa una paloma, y me parece que un gorrión) o por qué cuando alguien nos ha contado un buen cuento, en seguida empieza como una cosquilla en el estómago y no se está tranquilo hasta entrar en la oficina de al lado y contar a su vez el cuento; recién entonces uno está bien, está contento y puede volverse a su trabajo. Que yo sepa nadie ha explicado esto, de manera que lo mejor es dejarse de pudores y contar, porque al fin y al cabo nadie se avergüenza de respirar o de ponerse los zapatos; son cosas que se hacen, y cuando pasa algo raro, cuando dentro del zapato encontramos una araña o al respirar se siente como un vidrio roto, entonces hay que contar lo que pasa, contarlo a los muchachos de la oficina o al médico. Ay, doctor, cada vez que respiro... Siempre contarlo, siempre quitarse esa cosquilla molesta del estómago.
Y ya que vamos a contarlo pongamos un poco de orden, bajemos por la escalera de esta casa hasta el domingo 7 de noviembre, justo un mes atrás. Uno baja cinco pisos y ya está en el domingo, con un sol insospechado para noviembre en París, con muchísimas ganas de andar por ahí, de ver cosas, de sacar fotos (porque éramos fotógrafos, soy fotógrafo). Ya sé que lo más difícil va a ser encontrar la manera de contarlo, y no tengo miedo de repetirme. Va a ser difícil porque nadie sabe bien quién es el que verdaderamente está contando, si soy yo o eso que ha ocurrido, o lo que estoy viendo (nubes, y a veces una paloma) o si sencillamente cuento una verdad que es solamente mi verdad, y entonces no es la verdad salvo para mi estómago, para estas ganas de salir corriendo y acabar de alguna manera con esto, sea lo que fuere.
Vamos a contarlo despacio, ya se irá viendo qué ocurre a medida que lo escribo. Si me sustituyen, si ya no sé qué decir, si se acaban las nubes y empieza alguna otra cosa (porque no puede ser que esto sea estar viendo continuamente nubes que pasan, y a veces una paloma), si algo de todo eso... Y después del «si», ¿qué voy a poner, cómo voy a clausurar correctamente la oración? Pero si empiezo a hacer preguntas no contaré nada; mejor contar, quizá contar sea como una respuesta, por lo menos para alguno que lo lea.
Roberto Michel, franco-chileno, traductor y fotógrafo aficionado a sus horas, salió del número 11 de la rue Monsieur-le-Prince el domingo siete de noviembre del año en curso (ahora pasan dos más pequeñas, con los bordes plateados). Llevaba tres semanas trabajando en la versión al francés del tratado sobre recusaciones y recursos de José Norberto Allende, profesor en la Universidad de Santiago. Es raro que haya viento en París, y mucho menos un viento que en las esquinas se arremolinaba y subía castigando las viejas persianas de madera tras de las cuales sorprendidas señoras comentaban de diversas maneras la inestabilidad del tiempo en estos últimos años. Pero el sol estaba también ahí, cabalgando el viento y amigo de los gatos, por lo cual nada me impediría dar una vuelta por los muelles del Sena y sacar unas fotos de la Conserjería y la Sainte-Chapelle. Eran apenas las diez, y calculé que hacia las once tendría buena luz, la mejor posible en otoño; para perder tiempo derivé hasta la isla Saint-Louis y me puse a andar por el Quai d'Anjou, miré un rato el hotel de Lauzun, me recité unos fragmentos de Apollinaire que siempre me vienen a la cabeza cuando paso delante del hotel de Lauzun (y eso que debería acordarme de otro poeta, pero Michel es un porfiado), y cuando de golpe cesó el viento y el sol se puso por lo menos dos veces más grande (quiero decir más tibio pero en realidad es lo mismo), me senté en el parapeto y me sentí terriblemente feliz en la mañana del domingo.
Entre las muchas maneras de combatir la nada, una de las mejores es sacar fotografías, actividad que debería enseñarse tempranamente a los niños pues exige disciplina, educación estética, buen ojo y dedos seguros. No se trata de estar acechando la mentira como cualquier repórter, y atrapar la estúpida silueta del personajón que sale del número 10 de Downing Street, pero de todas maneras cuando se anda con la cámara hay como el deber de estar atento, de no perder ese brusco y delicioso rebote de un rayo de sol en una vieja piedra, o la carrera trenzas al aire de una chiquilla que vuelve con un pan o una botella de leche. Michel sabía que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa (ahora pasa una gran nube casi negra), pero no desconfiaba, sabedor de que le bastaba salir sin la Contax para recuperar el tono distraído, la visión sin encuadre, la luz sin diafragma ni 1/250. Ahora mismo (qué palabra, ahora, qué estúpida mentira) podía quedarme sentado en el pretil sobre el río, mirando pasar las pinazas negras y rojas, sin que se me ocurriera pensar fotográficamente las escenas, nada más que dejándome ir en el dejarse ir de las cosas, corriendo inmóvil con el tiempo. Y ya no soplaba viento.
Después seguí por el Quai de Bourbon hasta llegar a la punta de la isla, donde la íntima placita (íntima por pequeña y no por recatada, pues da todo el pecho al río y al cielo) me gusta y me regusta. No había más que una pareja y, claro, palomas; quizá alguna de las que ahora pasan por lo que estoy viendo. De un salto me instalé en el parapeto y me dejé envolver y atar por el sol, dándole la cara, las orejas, las dos manos (guardé los guantes en el bolsillo). No tenía ganas de sacar fotos, y encendí un cigarrillo por hacer algo; creo que en el momento en que acercaba el fósforo al tabaco vi por primera vez al muchachito.
Lo que había tomado por una pareja se parecía mucho más a un chico con su madre, aunque al mismo tiempo me daba cuenta de que no era un chico con su madre, de que era una pareja en el sentido que damos siempre a las parejas cuando las vemos apoyadas en los parapetos o abrazadas en los bancos de las plazas. Como no tenía nada que hacer me sobraba tiempo para preguntarme por qué el muchachito estaba tan nervioso, tan como un potrillo o una liebre, metiendo las manos en los bolsillos, sacando en seguida una y después la otra, pasándose los dedos por el pelo, cambiando de postura, y sobre todo por qué tenía miedo, pues eso se lo adivinaba en cada gesto, un miedo sofocado por la vergüenza, un impulso de echarse atrás que se advertía como si su cuerpo estuviera al borde de la huida, conteniéndose en un último y lastimoso decoro.
Tan claro era todo eso, ahí a cinco metros—y estábamos solos contra el parapeto, en la punta de la isla— que al principio el miedo del chico no me dejó ver bien a la mujer rubia. Ahora, pensándolo, la veo mucho mejor en ese primer momento en que le leí la cara (de golpe había girado como una veleta de cobre, y los ojos, los ojos estaban ahí), cuando comprendí vagamente lo que podía estar ocurriéndole al chico y me dije que valía la pena quedarse y mirar (el viento se llevaba las palabras, los apenas murmullos). Creo que sé mirar, si es que algo sé, y que todo mirar rezuma falsedad, porque es lo que nos arroja más afuera de nosotros mismos, sin la menor garantía, en tanto que oler, o (pero Michel se bifurca fácilmente, no hay que dejarlo que declame a gusto). De todas maneras, si de antemano se prevé la probable falsedad, mirar se vuelve posible; basta quizá elegir bien entre el mirar y lo mirado, desnudar a las cosas de tanta ropa ajena. Y. claro, todo esto es más bien difícil.
Del chico recuerdo la imagen antes que el verdadero cuerpo (esto se entenderá después), mientras que ahora estoy seguro que de la mujer recuerdo mucho mejor su cuerpo que su imagen. Era delgada y esbelta, dos palabras injustas para decir lo que era, y vestía un abrigo de piel casi negro, casi largo, casi hermoso. Todo el viento de esa mañana (ahora soplaba apenas, y no hacía frío) le había pasado por el pelo rubio que recortaba su cara blanca y sombría —dos palabras injustas— y dejaba al mundo de pie y horriblemente solo delante de sus ojos negros, sus ojos que caían sobre las cosas como dos águilas, dos saltos al vacío, dos ráfagas de fango verde. No describo nada, trato más bien de entender. Y he dicho dos ráfagas de fango verde.
Seamos justos, el chico estaba bastante bien vestido y llevaba unos guantes amarillos que yo hubiera jurado que eran de su hermano mayor, estudiante de derecho o ciencias sociales; era gracioso ver los dedos de los guantes saliendo del bolsillo de la chaqueta. Largo rato no le vi la cara, apenas un perfil nada tonto —pájaro azorado, ángel de Fra Filippo, arroz con leche— y una espalda de adolescente que quiere hacer judo y que se ha peleado un par de veces por una idea o una hermana. Al filo de los catorce, quizá de los quince, se lo adivinaba vestido y alimentado por sus padres pero sin un centavo en el bolsillo, teniendo que deliberar con los camaradas antes de decidirse por un café, un coñac, un atado de cigarrillos. Andaría por las calles pensando en las condiscípulas, en lo bueno que sería ir al cine y ver la última película, o comprar novelas o corbatas o botellas de licor con etiquetas verdes y blancas. En su casa (su casa sería respetable, sería almuerzo a las doce y paisajes románticos en las paredes, con un oscuro recibimiento y un paragüero de caoba al lado de la puerta) llovería despacio el tiempo de estudiar, de ser la esperanza de mamá, de parecerse a papá, de escribir a la tía de Avignon. Por eso tanta calle, todo el río para él (pero sin un centavo) y la ciudad misteriosa de los quince años, con sus signos en las puertas, sus gatos estremecedores, el cartucho de papas fritas a treinta francos, la revista pornográfica doblada en cuatro, la soledad como un vacío en los bolsillos, los encuentros felices, el fervor por tanta cosa incomprendida pero iluminada por un amor total, por la disponibilidad parecida al viento y a las calles.
Esta biografía era la del chico y la de cualquier chico, pero a éste lo veía ahora aislado, vuelto único por la presencia de la mujer rubia que seguía hablándole. (Me cansa insistir, pero acaban de pasar dos largas nubes desflecadas. Pienso que aquella mañana no miré ni una sola vez el cielo, porque tan pronto presentí lo que pasaba con el chico y la mujer no pude más que mirarlos y esperar, mirarlos y...) Resumiendo, el chico estaba inquieto y se podía adivinar sin mucho trabajo lo que acababa de ocurrir pocos minutos antes, a lo sumo media hora. El chico había llegado hasta la punta de la isla, vio a la mujer y la encontró admirable. La mujer esperaba eso porque estaba ahí para esperar eso, o quizá el chico llegó antes y ella lo vio desde un balcón o desde un auto, y salió a su encuentro, provocando el diálogo con cualquier cosa, segura desde el comienzo de que él iba a tenerle miedo y a querer escaparse, y que naturalmente se quedaría, engallado y hosco, fingiendo la veteranía y el placer de la aventura. El resto era fácil porque estaba ocurriendo a cinco metros de mí y cualquiera hubiese podido medir las etapas del juego, la esgrima irrisoria; su mayor encanto no era su presente, sino la previsión del desenlace. El muchacho acabaría por pretextar una cita, una obligación cualquiera, y se alejaría tropezando y confundido, queriendo caminar con desenvoltura, desnudo bajo la mirada burlona que lo seguiría hasta el final. O bien se quedaría, fascinado o simplemente incapaz de tomar la iniciativa, y la mujer empezaría a acariciarle la cara, a despeinarlo, hablándole ya sin voz, y de pronto lo tomaría del brazo para llevárselo, a menos que él, con una desazón que quizá empezara a teñir el deseo, el riesgo de la aventura, se animase a pasarle el brazo por la cintura y a besarla. Todo esto podía ocurrir, pero aún no ocurría, y perversamente Michel esperaba, sentado en el pretil, aprontando casi sin darse cuenta la cámara para sacar una foto pintoresca en un rincón de la isla con una pareja nada común hablando y mirándose.
Curioso que la escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmente jóvenes) tuviera como un aura inquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y que mi foto, si la sacaba, restituiría las cosas a su tonta verdad. Me hubiera gustado saber qué pensaba el hombre del sombrero gris sentado al volante del auto detenido en el muelle que lleva a la pasarela, y que leía el diario o dormía. Acababa de descubrirlo, porque la gente dentro de un auto detenido casi desaparece, se pierde en esa mísera jaula privada de la belleza que le dan el movimiento y el peligro. Y sin embargo el auto había estado ahí todo el tiempo, formando parte (o deformando esa parte) de la isla. Un auto: como decir un farol de alumbrado, un banco de plaza. Nunca el viento, la luz del sol, esas materias siempre nuevas para la piel y los ojos, y también el chico y la mujer, únicos, puestos ahí para alterar la isla, para mostrármela de otra manera. En fin, bien podía suceder que también el hombre del diario estuviera atento a lo que pasaba y sintiera como yo ese regusto maligno de toda expectativa. Ahora la mujer había girado suavemente hasta poner al muchachito entre ella y el parapeto, los veía casi de perfil y él era más alto, pero no mucho más alto, y sin embargo ella lo sobraba, parecía como cernida sobre él (su risa, de repente, un látigo de plumas), aplastándolo con sólo estar ahí, sonreír, pasear una mano por el aire. ¿Por qué esperar más? Con un diafragma dieciséis, con un encuadre donde no entrara el horrible auto negro, pero sí ese árbol, necesario para quebrar un espacio demasiado gris...
Levanté la cámara, fingí estudiar un enfoque que no los incluía, y me quedé al acecho, seguro de que atraparía por fin el gesto revelador, la expresión que todo lo resume, la vida que el movimiento acompasa pero que una imagen rígida destruye al seccionar el tiempo, si no elegimos la imperceptible fracción esencial. No tuve que esperar mucho. La mujer avanzaba en su tarea de maniatar suavemente al chico, de quitarle fibra a fibra sus últimos restos de libertad, en una lentísima tortura deliciosa. Imaginé los finales posibles (ahora asoma una pequeña nube espumosa, casi sola en el cielo), preví la llegada a la casa (un piso bajo probablemente, que ella saturaría de almohadones y de gatos) y sospeché el azoramiento del chico y su decisión desesperada de disimularlo y de dejarse llevar fingiendo que nada le era nuevo. Cerrando los ojos, si es que los cerré, puse en orden la escena, los besos burlones, la mujer rechazando con dulzura las manos que pretenderían desnudarla como en las novelas, en una cama que tendría un edredón lila, y obligándolo en cambio a dejarse quitar la ropa, verdaderamente madre e hijo bajo una luz amarilla de opalinas, y todo acabaría como siempre, quizá, pero quizá todo fuera de otro modo, y la iniciación del adolescente no pasara, no la dejaran pasar, de un largo proemio donde las torpezas, las caricias exasperantes, la carrera de las manos se resolviera quién sabe en qué, en un placer por separado y solitario, en una petulante negativa mezclada con el arte de fatigar y desconcertar tanta inocencia lastimada. Podía ser así, podía muy bien ser así; aquella mujer no buscaba un amante en el chico, y a la vez se lo adueñaba para un fin imposible de entender si no lo imaginaba como un juego cruel, deseo de desear sin satisfacción, de excitarse para algún otro, alguien que de ninguna manera podía ser ese chico.
Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las claves suficientes para acertar con la verdad. Antes de que se fuera, y ahora que llenaría mi recuerdo durante muchos días, porque soy propenso a la rumia, decidí no perder un momento más. Metí todo en el visor (con el árbol, el pretil, el sol de las once) y tomé la foto. A tiempo para comprender que los dos se habían dado cuenta y que me estaban mirando, el chico sorprendido y como interrogante, pero ella irritada, resueltamente hostiles su cuerpo y su cara que se sabían robados, ignominiosamente presos en una pequeña imagen química.
Lo podría contar con mucho detalle pero no vale la pena. La mujer habló de que nadie tenía derecho a tomar una foto sin permiso, y exigió que le entregara el rollo de película. Todo esto con una voz seca y clara, de buen acento de París, que iba subiendo de color y de tono a cada frase. Por mi parte se me importaba muy poco darle o no el rollo de película, pero
cualquiera que me conozca sabe que las cosas hay que pedírmelas por las buenas. El resultado es que me limité a formular la opinión de que la fotografía no sólo no está prohibida en los lugares públicos sino que cuenta con el más decidido favor oficial y privado. Y mientras se lo decía gozaba socarronamente de cómo el chico se replegaba, se iba quedando atrás —con sólo no moverse—y de golpe (parecía casi increíble) se volvía y echaba a correr, creyendo el pobre que caminaba y en realidad huyendo a la carrera, pasando al lado del auto, perdiéndose como un hilo de la Virgen en el aire de la mañana.
Pero los hilos de la Virgen se llaman también babas del diablo, y Michel tuvo que aguantar minuciosas imprecaciones, oírse llamar entrometido e imbécil, mientras se esmeraba deliberadamente en sonreír y declinar, con simples movimientos de cabeza, tanto envío barato. Cuando empezaba a cansarme, oí golpear la portezuela de un auto. El hombre del sombrero gris estaba ahí, mirándonos. Sólo entonces comprendí que jugaba un papel en la comedia.
Empezó a caminar hacia nosotros, llevando en la mano el diario que había pretendido leer. De lo que mejor me acuerdo es de la mueca que le ladeaba la boca, le cubría la cara de arrugas, algo cambiaba de lugar y forma porque la boca le temblaba y la mueca iba de un lado a otro de los labios como una cosa independiente y viva, ajena a la voluntad. Pero todo el resto era fijo, payaso enharinado u hombre sin sangre, con la piel apagada y seca, los ojos metidos en lo hondo y los agujeros de la nariz negros y visibles, más negros que las cejas o el pelo o la corbata negra. Caminaba cautelosamente, como si el pavimento le lastimara los pies; le vi zapatos de charol, de suela tan delgada que debía acusar cada aspereza de la calle. No sé por qué me había bajado del pretil, no sé bien por qué decidí no darles la foto, negarme a esa exigencia en la que adivinaba miedo y cobardía. El payaso y la mujer se consultaban en silencio: hacíamos un perfecto triángulo insoportable, algo que tenía que romperse con un chasquido. Me les reí en la cara y eché a andar, supongo que un poco más despacio que el chico. A la altura de las primeras casas, del lado de la pasarela de hierro, me volví a mirarlos. No se movían, pero el hombre había dejado caer el diario; me pareció que la mujer, de espaldas al parapeto, paseaba las manos por la piedra, con el clásico y absurdo gesto del acosado que busca la salida.


Lo que sigue ocurrió aquí, casi ahora mismo, en una habitación de un quinto piso. Pasaron varios días antes de que Michel revelara las fotos del domingo; sus tomas de la Conserjería y de la Sainte-Chapelle eran lo que debían ser. Encontró dos o tres enfoques de prueba ya olvidados, una mala tentativa de atrapar un gato asombrosamente encaramado en el techo de un mingitorio callejero, y también la foto de la mujer rubia y el adolescente. El negativo era tan bueno que preparó una ampliación; la ampliación era tan buena que hizo otra mucho más grande, casi como un afiche. No se le ocurrió (ahora se lo pregunta y se lo pregunta) que sólo las fotos de la Conserjería merecían tanto trabajo. De toda la serie, la instantánea en la punta de la isla era la única que le interesaba; fijó la ampliación en una pared del cuarto, y el primer día estuvo un rato mirándola y acordándose, en esa operación comparativa y melancólica del recuerdo frente a la perdida realidad; recuerdo petrificado, como toda foto, donde nada faltaba, ni siquiera y sobre todo la nada, verdadera fijadora de la escena. Estaba la mujer, estaba el chico, rígido el árbol sobre sus cabezas, el cielo tan fijo como las piedras del parapeto, nubes y piedras confundidas en una sola materia inseparable (ahora pasa una con bordes afilados, corre como en una cabeza de tormenta). Los dos primeros días acepté lo que había hecho, desde la foto en sí hasta la ampliación en la pared, y no me pregunté siquiera por qué interrumpía a cada rato la traducción del tratado de José Norberto Allende para reencontrar la cara de la mujer, las manchas oscuras en el pretil. La primera sorpresa fue estúpida; nunca se me había ocurrido pensar que cuando miramos una foto de frente, los ojos repiten exactamente la posición y la visión del objetivo; son esas cosas que se dan por sentadas y que a nadie se le ocurre considerar. Desde mi silla, con la máquina de escribir por delante, miraba la foto ahí a tres metros, y entonces se me ocurrió que me había instalado exactamente en el punto de mira del objetivo. Estaba muy bien así; sin duda era la manera más perfecta de apreciar una foto, aunque la visión en diagonal pudiera tener sus encantos y aun sus descubrimientos. Cada tantos minutos, por ejemplo cuando no encontraba la manera de decir en buen francés lo que José Alberto Allende decía en tan buen español, alzaba los ojos y miraba la foto; a veces me atraía la mujer, a veces el chico, a veces el pavimento donde una hoja seca se había situado admirablemente para valorizar un sector lateral. Entonces descansaba un rato de mi trabajo, y me incluía otra vez con gusto en aquella mañana que empapaba la foto, recordaba irónicamente la imagen colérica de la mujer reclamándome la fotografía, la fuga ridícula y patética del chico, la entrada en escena del hombre de la cara blanca. En el fondo estaba satisfecho de mí mismo; mi partida no había sido demasiado brillante, pues si a los franceses les ha sido dado el don de la pronta respuesta, no veía bien por qué había optado por irme sin una acabada demostración de privilegios, prerrogativas y derechos ciudadanos. Lo importante, lo verdaderamente importante era haber ayudado al chico a escapar a tiempo (esto en caso de que mis teorías fueran exactas, lo que no estaba suficientemente probado, pero la fuga en sí parecía demostrarlo). De puro entrometido le había dado oportunidad de aprovechar al fin su miedo para algo útil; ahora estaría arrepentido, menoscabado, sintiéndose poco hombre. Mejor era eso que la compañía de una mujer capaz de mirar como lo miraban en la isla; Michel es puritano a ratos, cree que no se debe corromper por la fuerza. En el fondo, aquella foto había sido una buena acción.
No por buena acción la miraba entre párrafo y párrafo de mi trabajo. En ese momento no sabía por qué la miraba, por qué había fijado la ampliación en la pared; quizá ocurra así con todos los actos fatales, y sea esa la condición de su cumplimiento. Creo que el temblor casi furtivo de las hojas del árbol no me alarmó, que seguí una frase empezada y la terminé redonda. Las costumbres son como grandes herbarios, al fin y al cabo una ampliación de ochenta por sesenta se parece a una pantalla donde proyectan cine, donde en la punta de una isla una mujer habla con un chico y un árbol agita unas hojas secas sobre sus cabezas.
Pero las manos ya eran demasiado. Acababa de escribir: Donc, la seconde clé réside dans la nature intrinsèque des difficultés que les sociétés —y vi la mano de la mujer que empezaba a cerrarse despacio, dedo por dedo. De mí no quedó nada, una frase en francés que jamás habrá de terminarse, una máquina de escribir que cae al suelo, una silla que chirría y tiembla, una niebla. El chico había agachado la cabeza, como los boxeadores cuando no pueden más y esperan el golpe de desgracia; se había alzado el cuello del sobretodo, parecía más que nunca un prisionero, la perfecta víctima que ayuda a la catástrofe. Ahora la mujer le hablaba al oído, y la mano se abría otra vez para posarse en su mejilla, acariciarla y acariciarla, quemándola sin prisa. El chico estaba menos azorado que receloso, una o dos veces atisbó por sobre el hombro de la mujer y ella seguía hablando, explicando algo que lo hacía mirar a cada momento hacia la zona donde Michel sabía muy bien que estaba el auto con el hombre del sombrero gris, cuidadosamente descartado en la fotografía pero reflejándose en los ojos del chico y (cómo dudarlo ahora) en las palabras de la mujer, en las manos de la mujer, en la presencia vicaria de la mujer. Cuando vi venir al hombre, detenerse cerca de ellos y mirarlos, las manos en los bolsillos y un aire entre hastiado y exigente, patrón que va a silbar a su perro después de los retozos en la plaza, comprendí, si eso era comprender, lo que tenía que pasar, lo que tenía que haber pasado, lo que hubiera tenido que pasar en ese momento, entre esa gente, ahí donde yo había llegado a trastrocar un orden, inocentemente inmiscuido en eso que no había pasado pero que ahora iba a pasar, ahora se iba a cumplir. Y lo que entonces había imaginado era mucho menos horrible que la realidad, esa mujer que no estaba ahí por ella misma, no acariciaba ni proponía ni alentaba para su placer, para llevarse al ángel despeinado y jugar con su terror y su gracia deseosa. El verdadero amo esperaba, sonriendo petulante, seguro ya de la obra; no era el primero que mandaba a una mujer a la vanguardia, a traerle los prisioneros maniatados con flores. El resto sería tan simple, el auto, una casa cualquiera, las bebidas, las láminas excitantes, las lágrimas demasiado tarde, el despertar en el infierno. Y yo no podía hacer nada, esta vez no podía hacer absolutamente nada. Mi fuerza había sido una fotografía, ésa, ahí, donde se vengaban de mí mostrándome sin disimulo lo que iba a suceder. La foto había sido tomada, el tiempo había corrido; estábamos tan lejos unos de otros, la corrupción seguramente consumada, las lágrimas vertidas, y el resto conjetura y tristeza. De pronto el orden se invertía, ellos estaban vivos, moviéndose, decidían y eran decididos, iban a su futuro; y yo desde este lado, prisionero de otro tiempo, de una habitación en un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y ese niño, de ser nada más que la lente de mi cámara, algo rígido, incapaz de intervención. Me tiraban a la cara la burla más horrible, la de decidir frente a mi impotencia, la de que el chico mirara otra vez al payaso enharinado y yo comprendiera que iba a aceptar, que la propuesta contenía dinero o engaño, y que no podía gritarle que huyera, o simplemente facilitarle otra vez el camino con una nueva foto, una pequeña y casi humilde intervención que desbaratara el andamiaje de baba y de perfume. Todo iba a resolverse allí mismo, en ese instante; había como un inmenso silencio que no tenía nada que ver con el silencio físico. Aquello se tendía, se armaba. Creo que grité, que grité terriblemente, y que en ese mismo segundo supe que empezaba a acercarme, diez centímetros, un paso, otro paso, el árbol giraba cadenciosamente sus ramas en primer plano, una mancha del pretil salía del cuadro, la cara de la mujer, vuelta hacia mí como sorprendida iba creciendo, y entonces giré un poco, quiero decir que la cámara giró un poco, y sin perder de vista a la mujer empezó a acercarse al hombre que me miraba con los agujeros negros que tenía en el sitio de los ojos, entre sorprendido y rabioso miraba queriendo clavarme en el aire, y en ese instante alcancé a ver como un gran pájaro fuera de foco que pasaba de un solo vuelo delante de la imagen, y me apoyé en la pared de mi cuarto y fui feliz porque el chico acababa de escaparse, lo veía corriendo, otra vez en foco, huyendo con todo el pelo al viento, aprendiendo por fin a volar sobre la isla, a llegar a la pasarela, a volverse a la ciudad. Por segunda vez se les iba, por segunda vez yo lo ayudaba a escaparse, lo devolvía a su paraíso precario. Jadeando me quedé frente a ellos; no había necesidad de avanzar más, el juego estaba jugado. De la mujer se veía apenas un hombro y algo de pelo, brutalmente cortado por el cuadro de la imagen; pero de frente estaba el hombre, entreabierta la boca donde veía temblar una lengua negra, y levantaba lentamente las manos, acercándolas al primer plano, un instante aún en perfecto foco, y después todo él un bulto que borraba la isla, el árbol, y yo cerré los ojos y no quise mirar más, y me tapé la cara y rompí a llorar como un idiota.
Ahora pasa una gran nube blanca, como todos estos días, todo este tiempo incontable. Lo que queda por decir es siempre una nube, dos nubes, o largas horas de cielo perfectamente limpio, rectángulo purísimo clavado con alfileres en la pared de mi cuarto. Fue lo que vi al abrir los ojos y secármelos con los dedos: el cielo limpio, y después una nube que entraba por la izquierda, paseaba lentamente su gracia y se perdía por la derecha. Y luego otra, y a veces en cambio todo se pone gris, todo es una enorme nube, y de pronto restallan las salpicaduras de la lluvia, largo rato se ve llover sobre la imagen, como un llanto al revés, y poco a poco el cuadro se aclara, quizá el sol, y otra vez entran las nubes, de a dos, de a tres. Y las palomas, a veces, y uno que otro gorrión.

jueves, 4 de febrero de 2010

COMENTA Y ANALIZA

Baroja, Pío




La Busca

" A los tres meses de entrar Manuel allá, la Petra fue a ver al tío Patas, y le dijo que diera al chico algún jornal. El tío Patas se echó a reír; le parecía la pretensión el colmo de lo absurdo, y dijo que no, que era imposible: que el muchacho no ganaba el pan que comía.
Entonces la Petra buscó otra casa para Manuel, y lo llevó a una tahona en la calle del Horno de la Mata, a que aprendiera el oficio de panadero.
En la tahona, para comenzar el aprendizaje, le pusieron en el horno, a ayudar al oficial de pala. El trabajo era superior a sus fuerzas. Se tenía que levantar a las once de la noche, y comenzaba por limpiar con una raedera unas latas de hierro, en donde se cocían los bollos, pasándolas, después de frotadas, con una brocha untada en manteca derretida; hecho esto, ayudaba al oficial de pala a sacar la brasa del horno con un hierro; luego, mientras el hornero cocía, iba cogiendo tablas pesadísimas, cargadas de panecillos, y las llevaba del amasadero a la boca del horno; y cuando el oficial metía los panecillos dentro, volvía Manuel con las tablas al amasadero. A medida que el pan salía del horno, lo mojaba con un cepillo empapado en agua, para dar brillo a la corteza. A las once de la mañana se concluía el trabajo, y en los intervalos de descanso, Manuel y los trabajadores dormían.
La vida allí era horriblemente penosa.
La tahona ocupaba su sótano oscuro, triste y sucio. Estaba el piso del sótano por debajo del nivel de la calle, la cual tenía unas ventanas con cristales tan oscurecidos por el polvo y las telarañas, que no dejaban pasar más que una luz turbia y amarillenta. A todas horas se trabajaba con gas."

PÍO BAROJA: La busca


ANALIZA MORFOSINTÁCTICAMENTE LAS FRASES SIGUIENTES:

La vida allí era horriblemente penosa.
La tahona ocupaba su sótano oscuro, triste y sucio.

jueves, 7 de enero de 2010

CUENTO DE NAVIDAD

El Gigante Egoísta - Oscar Wilde
Todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían acostumbrado a ir a jugar al jardín del gigante. Era un jardín grande y hermoso, cubierto de verde y suave césped. Dispersas sobre la hierba brillaban bellas flores como estrellas, y había una docena de melocotones que, en primavera, se cubrían de delicados capullos rosados, y en otoño daban sabroso fruto.
Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan deliciosamente que los niños interrumpían sus juegos para escucharlos.
-¡Qué felices somos aquí!- se gritaban unos a otros.
Un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, y permaneció con él durante siete años. Transcurridos los siete años, había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué estáis haciendo aquí?- les gritó con voz agria. Y los niños salieron corriendo.
-Mi jardín es mi jardín- dijo el gigante. -Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie mas que yo juegue en él.
Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel:
Prohibida la entrada. Los transgresores serán procesados judicialmente.
Era un gigante muy egoísta.
Los pobres niños no tenían ahora donde jugar.
Trataron de hacerlo en la carretera, pero la carretera estaba llena de polvo y agudas piedras, y no les gustó.
Se acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado.
-¡Que felices éramos allí!- se decían unos a otros.
Entonces llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y pajaritos. Solo en el jardín del gigante egoísta continuaba el invierno.
Los pájaros no se preocupaban de cantar en él desde que no había niños, y los árboles se olvidaban de florecer. Solo una bonita flor levantó su cabeza entre el césped, pero cuando vio el cartel se entristeció tanto, pensando en los niños, que se dejó caer otra vez en tierra y se echó a dormir.
Los únicos complacidos eran la Nieve y el Hielo.
-La primavera se ha olvidado de este jardín- gritaban. -Podremos vivir aquí durante todo el año La Nieve cubrió todo el césped con su manto blanco y el Hielo pintó de plata todos los árboles. Entonces invitaron al viento del Norte a pasar una temporada con ellos, y el Viento aceptó.
Llegó envuelto en pieles y aullaba todo el día por el jardín, derribando los capuchones de la chimeneas.
-Este es un sitio delicioso- decía. -Tendremos que invitar al Granizo a visitarnos.
Y llegó el Granizo. Cada día durante tres horas tocaba el tambor sobre el tejado del castillo, hasta que rompió la mayoría de las pizarras, y entonces se puso a dar vueltas alrededor del jardín corriendo lo más veloz que pudo. Vestía de gris y su aliento era como el hielo.
-No puedo comprender como la primavera tarda tanto en llegar- decía el gigante egoísta, al asomarse a la ventana y ver su jardín blanco y frío. -¡Espero que este tiempo cambiará!
Pero la primavera no llegó, y el verano tampoco. El otoño dio dorados frutos a todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno.
-Es demasiado egoísta- se dijo.
Así pues, siempre era invierno en casa del gigante, y el Viento del Norte, el Hielo, el Granizo y la Nieve danzaban entre los árboles.
Una mañana el gigante yacía despierto en su cama, cuando oyó una música deliciosa. Sonaba tan dulcemente en sus oídos que creyó sería el rey de los músicos que pasaba por allí. En realidad solo era un jilguerillo que cantaba ante su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar un pájaro en su jardín, que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el Granizo dejó de bailar sobre su cabeza, el Viento del Norte dejó de rugir, y un delicado perfume llegó hasta él, a través de la ventana abierta.
-Creo que, por fin, ha llegado la primavera- dijo el gigante; y saltando de la cama miró el exterior. ¿Qué es lo que vio?
Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha abierta en el muro los niños habían penetrado en el jardín, habían subido a los árboles y estaban sentados en sus ramas. En todos los árboles que estaban al alcance de su vista, había un niño. Y los árboles se sentían tan dichosos de volver a tener consigo a los niños, que se habían cubierto de capullos y agitaban suavemente sus brazos sobre las cabezas de los pequeños.
Los pájaros revoloteaban y parloteaban con deleite, y las flores reían irguiendo sus cabezas sobre el césped. Era una escena encantadora. Sólo en un rincón continuaba siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y allí se encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, no podía alcanzar las ramas del árbol, y daba vueltas a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol seguía aún cubierto de hielo y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía en torno a él.
-¡Sube, pequeño!- decía el árbol, y le tendía sus ramas tan bajo como podía; pero el niño era demasiado pequeño. El corazón del gigante se enterneció al contemplar ese espectáculo.
-¡Qué egoísta he sido- se dijo. -Ahora comprendo por qué la primavera no ha venido hasta aquí. Voy a colocar al pobre pequeño sobre la copa del árbol, derribaré el muro y mi jardín será el parque de recreo de los niños para siempre.
Estaba verdaderamente apenado por lo que había hecho.
Se precipitó escaleras abajo, abrió la puerta principal con toda suavidad y salió al jardín.
Pero los niños quedaron tan asustados cuando lo vieron, que huyeron corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno.
Sólo el niño pequeño no corrió, pues sus ojos estaban tan llenos de lágrimas, que no vio acercarse al gigante. Y el gigante se deslizó por su espalda, lo cogió cariñosamente en su mano y lo colocó sobre el árbol. El árbol floreció inmediatamente, los pájaros fueron a cantar en él, y el niño extendió sus bracitos, rodeó con ellos el cuello del gigante y le besó.
Cuando los otros niños vieron que el gigante ya no era malo, volvieron corriendo y la primavera volvió con ellos.
-Desde ahora, este es vuestro jardín, queridos niños- dijo el gigante, y cogiendo una gran hacha derribó el muro. Y cuando al mediodía pasó la gente, yendo al mercado, encontraron al gigante jugando con los niños en el más hermoso de los jardines que jamás habían visto.
Durante todo el día estuvieron jugando y al atardecer fueron a despedirse del gigante.
-Pero, ¿dónde está vuestro pequeño compañero, el niño que subí al árbol?- preguntó.
El gigante era a este al que más quería, porque lo había besado.
-No sabemos contestaron los niños- se ha marchado.
-Debéis decirle que venga mañana sin falta- dijo el gigante.
Pero los niños dijeron que no sabían donde vivía y nunca antes lo habían visto. El gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes, cuando terminaba la escuela, los niños iban y jugaban con el gigante. Pero al niño pequeño, que tanto quería el gigante, no se le volvió a ver. El gigante era muy bondadoso con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y a menudo hablaba de él.
-¡Cuánto me gustaría verlo!- solía decir.
Los años transcurrieron y el gigante envejeció mucho y cada vez estaba más débil. Ya no podía tomar parte en los juegos; sentado en un gran sillón veía jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas- decía, pero los niños son las flores más bellas.
Una mañana invernal miró por la ventana, mientras se estaba vistiendo. Ya no detestaba el invierno, pues sabía que no es sino la primavera adormecida y el reposo de las flores.
De pronto se frotó los ojos atónito y miró y remiró. Verdaderamente era una visión maravillosa. En el más alejado rincón del jardín había un árbol completamente cubierto de hermosos capullos blancos. Sus ramas eran doradas, frutos de plata colgaban de ellas y debajo, de pie, estaba el pequeño al que tanto quiso.
El gigante corrió escaleras abajo con gran alegría y salió al jardín. Corrió precipitadamente por el césped y llegó cerca del niño. Cuando estuvo junto a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó:
- ¿Quién se atrevió a herirte?- Pues en las palmas de sus manos se veían las señales de dos clavos, y las mismas señales se veían en los piececitos.
-¿Quién se ha atrevido a herirte?- gritó el gigante. -Dímelo para que pueda coger mi espada y matarle.
-No- replicó el niño, pues estas son las heridas del amor.
-¿Quién eres?- dijo el gigante; y un extraño temor lo invadió, haciéndole caer de rodillas ante el pequeño.
Y el niño sonrió al gigante y le dijo:
-Una vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.
Y cuando llegaron los niños aquella tarde, encontraron al gigante tendido, muerto, bajo el árbol, todo cubierto de capullos blancos sevillanos.

jueves, 28 de mayo de 2009

Ejemplos de comentarios

- Visita la siguiente Web para ver ejemplos de comentarios de textos en verso:

http://personales.jet.es/a-rede/comentarios/index.html

La «voz»

- Comenta el siguiente texto en prosa.

- Analiza morfoxintácticamente la frase : El teléfono móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento.

La «voz» por David Orihuela (Oviedo)

Mi teléfono móvil se ha levantado en armas. El domingo me levanté temprano, antes de salir de la cama recogí del suelo el diabólico aparato. En la pantalla aparecía la leyenda «Nuevo mensaje. ¿Leer ahora?». Acepté la sugerencia y leí: “Movistar le informa de que ha perdido su puesto de trabajo. Consulte su buzón de voz. Mensajes nuevos: 1”. Esto era lo último que me podía suceder. Esa pequeña representación azul de la empresa más solvente del país sabía más de mi vida laboral que yo mismo. Intenté por todos los medios darme de baja en la compañía telefónica, pero siempre que llamaba al servicio de atención al cliente me encontraba con la sugerente voz de Susana que repetía maquinalmente en una grabación “su petición está siendo atendida”. Decidí trasladarme a Bulnes para quedarme definitivamente sin cobertura, pero en el primer viaje del funicular subieron hasta el pueblo una antena que colocaron en el tejado de mi cuadra. A Susana la había conocido en la facultad. Ella estudiaba Filología Inglesa y yo Hispánica. Sin duda, su elección fue la correcta. Mientras mis compañeros y yo intentábamos compaginar la bohemia con la ardua tarea de enviar currículum a todas las ofertas de empleo, muchos de los licenciados en Inglesa ya se ganaban las alubias un mes después del último examen. Había escuchado la voz de Susana en muchas situaciones. «Su tabaco. Gracias», «¿No estará a nombre de un particular?», «Le atiende la unidad 5437», «Su mensaje está siendo enviado a un servicio de buzón de voz», «El teléfono móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento». La suya había sido una carrera meteórica. Sus conocimientos de inglés le habían permitido pasar de la máquina de tabaco a las últimas tecnologías vía satélite sin tener que detenerse ni siguiera durante un período de prueba en las máquinas tragaperras. Hasta le habían ofrecido un puesto en uno de los ascensores de la Casa Blanca. Pero se negó, influenciada por el rollo de la Lewinski. «En los puestos importantes siempre piden que hagas horas extra y yo no estaba dispuesta a trabajar en el interfono de la puerta principal». Ésta fue la explicación que me dio cuando la encontré grabando un anunció para una emisora local. Después de comer la invité a tornar un café en el piso de un amigo que estaba de viaje. Pusimos música y cuando sonaba la segunda canción de Sabina el veneno le empezó a hacer efecto. No quedarían huellas, era, evidentemente, una muerte natural. Llamé una ambulancia y cuando el médico certificó la parada cardiaca me puse en contacto con la funeraria. Tres tonos de llamada y una voz conocida que me decía: «Todas nuestras líneas están ocupadas en este momento. Por favor, permanezca a la espera».

ELEGIA A RAMÓN SIJÉ .

- Lee detenidamente el siguiente poema y haz tu comentario siguiendo el esquema que conoces.



Miguel Hernández:

ELEGIA A RAMÓN SIJÉ
.
(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, a quien tanto quería.).

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.
.
Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas
.
daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.
.
Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
.
Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.
.
.Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
.
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
.

En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofe y hambrienta
.
Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte
a parte a dentelladas secas y calientes.
.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte
.
Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de mis flores
pajareará tu alma colmenera
.
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.
.
Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irá a cada lado
disputando tu novia y las abejas.
.
Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.
.
A las aladas almas de las rosas...
de almendro de nata te requiero,:
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.

jueves, 23 de abril de 2009

CUENTO COMENTADO

Un día de febrero

I

"Buenos días", saludó la locutora.
"Buenos días", contestó mi abuela.
"¿Cómo se encuentran esta mañana? ¿Llenos de energía?" continuó la locutora en la pantalla, ajena al extraño atuendo que mi abuela presentaba, con su bata acolchada, frente al pelotón de jóvenes gimnastas en mallas aeróbicas que llenaban el plató.
"Yo, ya, hija, a mis años, pues bastante bien me encuentro gracias a Dios".
"Hoy vamos a comenzar con una tanda de ejercicios ligeros, para ir entrando en calor. Así que todos a sus puestos y ...uno ... y dos ... y tres ... y cuatro..."
Mi abuela, desanimada por el ritmo frenético de piernas y brazos moviéndose en el aire como tijeras antilípidos, concentró de nuevo su atención en el plato del desayuno, con el vaso de leche caliente y la naranja partida por la mitad, tratando de recordar cuál debía comer antes. Por fin, con aire satisfecho y resuelto, resolvió comenzar por las medias naranjas y nos aleccionó con aplomo: "¡Encima de la leche, nada eche!"
Yo, mientras tanto, iba dejando caer en mi tazón de leche trocitos de pan tostado, para que se fueran ablandando, mientras repasaba una lección de historia antigua que debía aprender de memoria, y que estaba amenizada con fotos a todo color del Coloso de Rodas, del Canon Doríforo, del Discóbolo, y hasta de Laocoonte y sus hijos.
"Alejandro Magno era hijo del rey Filipo de Macedonia".
"Anda, déjate de macedonias y acaba la leche, que vas a llegar tarde al colegio" me decía mi hermano mayor, ajeno por completo a los problemas de la memoria fotográfica, a la insidiosa necesidad de repetir palabra por palabra los resúmenes de historia antigua de los omnipotentes libros de la editorial Anaya, para satisfacer la curiosidad de un profesor avezado en el interrogatorio matutino de niños, aunque suficientemente comprensivo como para dejarnos usar chuletas con los títulos de cada capítulo al recitar la lección de memoria, junto al encerado.
"Yo nunca llego tarde al colegio. Además, estoy harto de llegar pronto, porque el portero no nos deja entrar y hace frío".
Mi hermano mayor fumaba incesantemente, y el aire llevaba su humo intermitentemente hacia mi tazón de leche y hacia las naranjas de mi abuela.
"Tenéis que decirle al portero que os deje entrar, hombre. ¿Quiere que le caliente la leche, abuela?"
"No, hijo, no, hoy no voy a tomar leche".
Mi otro hermano, recién llegado al salón desde la cocina, empuñando su tazón de leche y sus rebanadas de pan tostado, carraspeaba sin cesar, olisqueando el humo de los Ducados del mayor, y, sorprendentemente, sin hacer mención explícita del asco que le daba todo aquel humo de tabaco barato y las numerosas colillas esparcidas por los cinco ceniceros del salón y estampadas en las otrora blancas sábanas que mi hermano mayor aún no había recogido de su sofá-cama.
"¿Es que no hay café?"
"Pues no, no hay café, así que tómate la leche, que vais a llegar tarde al colegio".
"Yo no voy al colegio, voy al instituto".
"Lo mismo da".
"No, no da lo mismo porque entramos media hora después".
"Venga, no me toques las narices y bébete el café de una vez, que tu madre ha tenido que ir al médico antes de ir a la tienda y no ha tenido tiempo de comprar café, ¡coño!".
Mi hermano de instituto carraspeaba y carraspeaba, entre sorbo y sorbo de leche, en continua alusión al humo que el mayor echaba por su boca y narices; un increíble desafío a la autoridad del hermano mayor que sólo se podía permitir, al parecer, alguien que estudiara bachillerato.
"Alejandro Magno expandió el mundo helénico hacia los confines del Asia, tras una serie de sorprendentes victorias militares con las que demostró su extraordinaria capacidad estratégica".
Acabé mi tazón, repleto de migas de pan asquerosamente blandas y dulzonas, y lo llevé a mi cocina antes de salir corriendo hacia el colegio, con un bocadillo de mortadela en mi cartera. Hacía un frío que pelaba y, para colmo, había olvidado mis chapas en casa, por lo que tendría que sufrir la humillación de pedir prestado algún ciclista de segunda fila para poder participar en la vuelta ciclista durante el recreo.

II

Un suspiro de alivio salió de mi pecho cuando Don Luis eligió a otro para explicar las consecuencias del reparto del imperio alejandrino entre los generales. Era un aspecto de la lección que no había llegado yo a dominar completamente. Por algún motivo, sin embargo, estaba convencido de que me iba a tocar explicarlo. A fin de cuentas, a nadie qué le importaba que el imperio alejandrino se deshiciera, habida cuenta de que había durado menos que un bocadillo de nocilla a la puerta de un colegio. ¿En que consistía el problema? Seguro que los súbditos de Alejandro lo pasaron en grande el día que todo se vino abajo, como esos iraníes enloquecidos que se dieron el gustazo de escacharrar todos los automóviles de Teherán ante las cámaras de televisión para celebrar la caída del Sha un par de años atrás. Un gran día para los vendedores de automóviles.
"José Luis, ¿estás de acuerdo con lo que acaba de decir Andrés sobre el capítulo 4 de la lección de hoy?..."
"Lo siento, no estaba atendiendo," respondí aturdido.
"¿Y en qué estabas pensando, en las musarañas?"
"Lo siento, anoche no pude dormir bien".
"Bueno, pues a ver si mañana duermes mejor, porque el miércoles me tienes que explicar dos capítulos de la lección IV".
¡Puaj! Pensé que todo eso era por culpa de mis hermanos, que siempre me distraían. Eché un vistazo a la lección IV, sobre el imperio romano, y decidí que en el fondo era mejor saber cuándo le iban a preguntar a uno. Así, además, podría estar seguro de que no me iba a tocar otra vez al menos en dos semanas. Me distraje otra vez de la clase y sumergí mis pensamientos en la desgarradora estatua del pobre Laocoonte, cuyos hijos, por algún motivo incomprensible, tenían las piernas abiertas en una pose provocativa y erótica, que ciertamente cautivaba mi atención más que la sudorosa calva de aquel presentador de concursos metido a profesor.
"No te preocupes", me dijo Mariano al salir al recreo, "Don Luis sabe que tú eres uno de los estudiantes más serios".
"Sí", sentenció Tejero, "no te preocupes".
"¿Alguien me puede prestar un ciclista, aunque no sea muy bueno? Se me han olvidado los míos en casa" dije aprovechando la coyuntura, e intentando no sonar demasiado quejumbroso.
"¡Bah! No importa, hace mucho frío para jugar a las chapas, yo creo que deberíamos jugar a la cadena o a civiles y ladrones".
Y, en efecto, la opinión de Mariano, el más alto, se impuso, como de costumbre, y acabamos jugando a civiles y ladrones, lo cual era una buena opción teniendo en cuenta el frío, aunque por otra parte mi falta de velocidad hacía el juego indeseable para mí. Finalmente, y habida cuenta de que en el sorteo fui elegido como ladrón, me pasé la mayor parte del recreo en la cárcel, lamentando mi infortunio y esperando a que algún ladrón rápido se decidiera a intentar un rescate, en vez de calentarse las manos en el bidón de basura y hojas que el portero estaba quemando junto a la puerta.

III

"Vamos a ver, no me ha dado tiempo a preparar otra cosa, así que hoy toca otra vez macarrones y albóndigas" anunció mi madre, poniendo las dos viejas cazuelas de aluminio sobre la mesa del salón. Acto seguido, guardó en su enorme bolso negro los volantes del médico y el número de mi hermano para el otorrino, y se fue a peinar y hacer una coleta mientras mi padre partía el pan y mi abuela se colocaba su dentadura.
"Señor," dijo mi padre, "te damos gracias por los alimentos que vamos a tomar. Amén". Entonces, nos abalanzamos sobre nuestros platos soperos repletos de macarrones con tomate y carne picada, y dimos buena cuenta de tres barras de pan, que apenas duraron para mojar en la deliciosa salsa con sabor a ajo que bañaba las grandiosas albóndigas salpicadas de perejil. Todo estaba riquísimo, aunque nadie lo comentó, ya que no era domingo, día en que tocaba alabar lo sabroso y bien hecho del pollo asado, o enfrentarse a las recriminaciones de nuestra madre en caso contrario. Entre semana se podía comer sin dar opiniones, aunque jamás estaba permitido llevar nada de vuelta a la cocina, y la comida restante se repartía equitativamente entre los varones sentados a la mesa; supuesto el caso, claro está , que hubiera quedado algo, lo cual no ocurrió ese día. Y después de la comida, vuelta al colegio corriendo con la cartera repleta de libros de religión, de matemáticas, de ciencias naturales, y el estómago repleto de carne picada por los cuatro costados. Y, al llegar, el hipo. ¡Hip! ¡Hip! ¡Hip!

IV

Recuerdo con claridad los deberes que estaba haciendo esa tarde, de nuevo ante mi tazón, ahora sabrosamente repleto de café con leche. Entre tostada y tostada, resolvía problemas de caída libre, tomando como ejemplo un dibujo de un viejo lunático renacentista que lanzaba desde la torre de Pisa una serie de objetos de distinto peso y explicaba a los lectores la fórmula para calcular el tiempo que tardarían en estrellarse contra el suelo. Tuve la certeza de que el tal individuo habría aprovechado también la caída del Sha para escacharrar unas cuantas furgonetas en público, haciendo bueno el refrán en el que nuestros profesores insistían más a menudo en aquellos días: "No hay bien ni mal que mil años dure... excepto, claro, la dinastía del Sha del Irán, recientemente derrocada por el imán Jomeini y su revolución socialista islámica". La verdad es que era divertido calcular lo que tardarían en caer las cosas, mucho mejor que calcular la fuerza con que habría que tirar de una polea para levantar una pesa de acero de cien kilos, por ejemplo. El instinto de los niños coincide casi siempre, al parecer, con esa ley de la termodinámica según la cual el universo tiende hacia su autodestrucción. De repente, entre estas cavilaciones, vi que mis hermanos tenían la boca abierta y los ojos fijos en la pantalla del televisor. Tan sólo mi abuela parecía ahora desinteresada de la programación, con la mirada perdida en el plato de la merienda.
"Señoras y señores, interrumpimos la programación para darles una noticia importante. Hace escasos minutos, efectivos de la Guardia Civil entraron en el congreso de los diputados e interrumpieron la sesión parlamentaria..."

V

Era difícil conciliar el sueño esa noche, muy a pesar de la insistencia con que mi madre dejó perfecta y absolutamente claro que "un golpe de estado no es motivo para que los niños no se vayan a dormir a la cama a su hora". En mi cabeza se barajaban incansablemente las rotundas frases con las que mi familia había comentado la entrada del teniente coronel Tejero en el congreso. "No os preocupéis, hombre, que una compañía de soldados son sólo doscientos y no sé cuantos y bla bla bla, bla bla bla" nos había tranquilizado mi hermano mayor, haciendo alarde de su reciente paso por el ejército. "Nada, nada, si todo lo que sale por la televisión son películas, todo es mentira, no hay que creerse nada", había dicho mi abuela con una sonrisa inocente, desde detrás de sus gafas que triplicaban el tamaño de sus ojos. "Bueno, sea lo que sea," había dictaminado mi madre, "ya se verá mañana por la mañana, que es hora de dormir ... y ¡pasa!". Creo recordar que en algún momento mi padre entró en nuestra habitación para decirnos que aun no se sabía nada y que nos durmiéramos. No es que hiciéramos ruido, pero de sobra sabían que estábamos despiertos. Sin embargo, mis extrasensoriales intentos de escuchar la radio que mi padre y mi hermano mayor tenían encendida en el salón, con un volumen tan bajo que no me hacía llegar más que un leve cuchicheo ininteligible, no impidieron que en algún momento me quedase frito.

VI

Sólo a la mañana siguiente me enteré de aquella frase tan buena para dormir que el rey le había susurrado al presidente de Cataluña por la noche: "Tranquilo, Jordi, tranquilo". ¡Qué buena hubiera sido aquella frase para haberme dormido más tranquilito y en paz! Era asquerosamente injusto que los niños tuvieran que irse a la cama sin saber si vivían en un país democrático. Incluso mi hermano de instituto había tenido que esperar hasta el día siguiente para averiguar que el rey salió por televisión y que los tanques que andaban sueltos por Valencia volvieron al cuartel después de haber estropeado unos cuantos bordillos. ¡Puaj! Era difícil distinguir lo que pasaba en el congreso de lo que pasaba en mi casa y en la escuela. El profesor de lengua, sin embargo, nos dejó escuchar un rato la radio, y así pudimos seguir en directo el momento en que numerosos guardias civiles se tiraron por una ventana del congreso, aunque nos costó comprender que no se estaban suicidando -si me hubieran dejado verlo por la tele hubiera sabido inmediatamente que la ventana estaba en un entresuelo. Igualmente confuso era que en mi clase hubiese un niño que también se apellidaba Tejero, aunque él juraba (¿quizá perjuraba?) que no tenía nada que ver con el otro. Pensaran lo que pensaran los mayores, sin embargo, yo no tenía ninguna confusión con respecto a mis ideales democráticos. Sabía lo que había en juego. En caso de haber ganado Tejero, yo hubiera pasado el resto de mi vida sin poder ver aquellos programas de dos rombos que tanto habían proliferado en la televisión desde que Franco murió. En tal caso, hubieran sido inútiles todas aquellas noches de lucha intensa contra la autoridad materna, todas aquellas galletas que partía en trocitos infinitesimalmente pequeños y luego mojaba ligerísimemente en mi nescafé, para gastar la menor cantidad posible de líquido, y que mi taza durara, durara, durara, fría o caliente, los treinta, cuarenta, cincuenta minutos necesarios para acabar de ver, antes de irme a la cama, el episodio de la serie "La Fundación", una serie con dos rombos como dos castillos en la cual, no sólo el difunto marido de la protagonista había tenido relaciones con una prostituta que quería quedarse con parte de la herencia familiar, sino que la mismísima Davinia Prince, aparte de sus tejes y manejes en el consejo de administración de la fundación, tenía el atrevimiento de permitir a su hijo de catorce años empapelar su cuarto con fotos de mujeres desnudas. ¡Esa era la edad de mi hermano, quien nunca se atrevió a sustituir su póster del Barcelona F. C. por los de las chicas del Interviú! Por ver aquello había que hacerlo todo, todo por no irse a la cama tan de prisa, aunque con el suficiente disimulo como para no acabar castigado en la cocina, bebiendo a la carrera mi tazón porque ya no había por qué demorarse y me iba a perder el programa de todos modos.
¡No, no iba a ceder ni un sólo paso! Una vez paladeada la libertad no se podía retroceder, ni aun teniendo en cuenta que todas aquellas galletas, veinte, treinta, cuarenta por noche, sabiamente bañadas todas ellas en nescafé, eran probablemente una de las mayores causas de mi incipiente obesidad. Algún día, sin lugar a dudas, sería adulto y podría ver todos los episodios perdidos de "La Fundación", de "Poldark", de "Claudio y yo" (incluso el de Calígula). Algún día, sí, algún día, vería lo que me diera la real gana. Algún día, lejos, muy lejos, de aquel nefasto 23 de febrero.

COMENTARIO LITERARIO

En "Un día de febrero" la voz de un niño nos cuenta un día de su vida, la rutina de la vida familiar, el colegio y los juegos infantiles. Sin embargo, un acontecimiento del mundo de los adultos, un golpe de estado, interrumpe la continuidad de ese día que parecía iba a terminar como uno más de los intranscendentes días de infancia que el paso de los años amontona desdibujados en la memoria.

No sabemos en que ciudad de España transcurre el cuento, aunque por la descripción del patio del colegio, en el que "hace mucho frío para jugar a la chapas", nos imaginamos una ciudad de la meseta o del norte de la península. La fecha, en cambio, la sabe mos con exactitud: el 23 de febrero de 1981, el día del fallido intento de golpe de estado contra la entonces joven democracia española. La acción del cuento se desarrolla en los escenarios usuales de la vida de un niño: el comedor del hogar, las aulas de l colegio, el patio de recreo, el cuarto de estar enfrente del televisor, el dormitorio. Los personajes son también los del mundo de un niño: los miembros de la familia, los compañeros del colegio, los profesores. Sin embargo a este universo cerrado se a soman elementos de otras realidades distantes. Los libros de estudio le hablan de Alejandro Magno y su imperio de hace más de dos mil años, de las estatuas de Grecia, de un sabio renacentista que dejaba caer objetos desde torres. Esta otra realidad, en la que los ciclistas son de verdad y no imágenes en chapas, se infiltra en su vida diaria a través del televisor familiar, la gran ventana al mundo de más allá de la familia y el colegio. El televisor le trae imágenes de jóvenes gimnastas con poca ropa que contrastan con la abuela en su bata, que cada mañana toma su taza de leche. Antes de acostarse, el televisor le trae imágenes llenas de intriga, aventura, sexo y todo lo que no hay en su vida diaria de niño. Pero el televisor también trae a su vida imágen es contradictorias y amenazantes, que ponen en peligro el otro mundo excitante que para él representa la libertad.

"Un día de febrero" logra capturar con una mirada nostálgica el reducido mundo infantil en el que las pequeñas cosas diarias, el vaso de leche, el bocadillo con nocilla, las chapas, tienen todavía un aura fantástica que perderán al terminarse la niñez. La mirada inocente del protagonista mira todavía con detenimiento las cosas, las mismas cosas que el adulto ha visto mil veces y en las que ya no repara.

El cuento termina a la mañana siguiente del fallido golpe de estado. El protagonista, finalmente harto de las limitaciones de la vida infantil y, decidido a la vez a llevarse consigo todas las ilusiones de la infancia, anhela con todas sus fuerzas conve rtirse en adulto para poder realizar, del otro lado de la pantalla, todos sus sueños de libertad. De este lado, nosotros los lectores nos despertamos del sueño de infancia que el autor nos ha hecho revivir en su cuento.